domingo, 25 de julio de 2010

PROCLAMA DE LA REVOLUCIÓN DEL 90


Al Pueblo: El patriotismo nos obliga a proclamar la revolución como recurso extremo y necesario para evitar la ruina del país. Derrocar un gobierno constitucional, alterar sin justo motivo la paz pública y el orden social, sustituir el comicio con la asonada y erigir la violencia en sistema político, sería cometer un verdadero delito de que nos pediría cuenta la opinión nacional. Pero acatar y mantener un gobierno que representa la ilegalidad y la corrupción; vivir sin voz ni voto la vida pública de un pueblo que nació libre; ver desaparecer día por día las reglas, los principios, las garantías de toda administración pública regular, consentir los avances al tesoro, la adulteración de la moneda, el despilfarro de la renta; tolerar la usurpación de nuestros derechos políticos y la supresión de nuestras garantías individuales que interesan a la vida civil, sin esperanza alguna de reacción ni de mejora, porque todos los caminos están tomados para privar al pueblo de gobierno propio y mantener en el poder a los mismos que han labrado la desgracia de la República; saber que los trabajadores emigran y que el comercio se arruina, porque, con la desmonetización del papel, el salario no basta para las primeras necesidades de la vida y se han suspendido los negocios y no se cumplen las obligaciones; soportar la miseria dentro del país y esperar la hora de la bancarrota internacional que nos deshonraría ante el extranjero; resignarse y sufrir todo fiando nuestra suerte y la de nuestra posteridad a lo imprevisto y a la evolución del tiempo, sin tentar el esfuerzo supremo, sin hacer los grandes sacrificios que reclama una situación angustiosa y casi desesperada, sería consagrar la impunidad del abuso, aceptar un despotismo ignominioso, renunciar al gobierno libre y asumir la más grave responsabilidad ante la patria, porque hasta los extranjeros podrían pedimos cuenta de nuestra conducta, desde que ellos han venido a nosotros bajo los auspicios de una Constitución que los ciudadanos hemos jurado y cuya custodia nos hemos reservado como un privilegio, que promete justicia y libertad a todos los hombres del mundo que vengan a habitar el suelo argentino.


Las instituciones libres han desaparecido de todas partes: no hay República, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no hay administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en industria lucrativa. En el orden público ha suprimido el sistema representativo hasta constituir un congreso unánime sin discrepancia de opiniones, en el que únicamente se discute el modo de caracterizar mejor la adhesión personal, la sumisión y la obediencia pasiva El régimen federativo ha sido escarnecido; los gobernadores de provincia, salvo rara excepción, son sus lugartenientes; se eligen, mandan, administran y se suceden según su antojo: rendidos a su capricho (…) En el orden financiero los desastres, los abusos, los escándalos, se cuentan por días. Se ha hecho emisiones clandestinas para que el Banco Nacional pague dividendos falsos, porque los especuladores oficiales habían acaparado las acciones y la crisis sorprendió antes de que pudieran recoger el botín. El ahorro de los trabajadores y los depósitos del comercio se han distribuido con mano pródiga en el círculo de los favoritos del poder que han especulado por millones y han vivido en el fausto sin revelar el propósito de cumplir jamás sus obligaciones. La deuda pública se ha triplicado, los títulos a papel se han convenido, sin necesidad, en títulos a oro, aumentando inconsiderablemente las obligaciones del país con el extranjero; se ha entregado a la especulación más de cincuenta millones de pesos oro que había producido la venta de los fondos públicos de los Bancos garantidos, y hoy día la Nación no tiene una sola moneda metálica y está obligada al ser vicio en oro de más de ochenta millones de títulos emitidos para ese fin; se vendieron los ferrocarriles de la Nación para disminuir la deuda pública, y realizada la venta se ha despilfarrado el precio; se enajenaron las obras de salubridad, y en medio de las sombras que rodean ese escándalo sin nombre, el pueblo únicamente ve que ha sido atado, por medio siglo, al yugo de una compañía extranjera, que le va a vender la salud a precio de oro; los Bancos garantidos se han desacreditado con las emisiones falsas; la moneda de papel está depreciada en doscientos por ciento y se aumenta la circulación con 35 millones de la emisión clandestina, que se legaliza, y con cien millones, que se disfrazan con el nombre de bonos hipotecarios, pero que son verdaderos papel moneda, porque tienen fuerza cancelatoria; cuando comienza la miseria se encarece la vida con los impuestos a oro; y después de haber provocado la crisis más intensa de que haya recuerdo en nuestra historia, ha estado a punto de entregar fragmentos de la soberanía para obtener un nuevo empréstito, que también se habría dilapidado, como se ha dilapidado todo el caudal del Estado (…) El movimiento revolucionario en este día no es la obra de un partido político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni responde a las ambiciones de círculo u hombre público alguno. No derrocamos el gobierno para separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base de la voluntad nacional y con la dignidad de otros tiempos, destruyendo esta ominosa oligarquía de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las instituciones de la República. El único autor de esta revolución, de este movimiento sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente esperada, es el pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce en la historia una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas las provincias argentinas. (…) El período de la revolución será transitorio y breve; no durará sino el tiempo indispensable para que el país se organice constitucionalmente. El gobierno revolucionario presidirá la elección de tal manera que no se suscite ni la sospecha de que la voluntad nacional haya podido ser sorprendida, subyugada o defraudada. El elegido para el mando supremo de la Nación será el ciudadano que cuente con la mayoría de sufragios, en comicios pacíficos y libres, y únicamente quedarán excluidos como candidatos los miembros del gobierno revolucionario, que espontáneamente ofrecen al país esta garantía de su imparcialidad y de la pureza de sus propósitos.

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